Nos dicen que de la historia se aprende, y es verdad. Lo que no nos   dicen es que la historia cambia dependiendo de quién te la cuente. En   este pedazo de tierra que llaman España, hay una gran historia que pocas   veces ha sido contada por sus protagonistas, y muchas veces ocultada   por aquellos a los que no interesa contar la verdad.
La Revolución  Española no sale en los libros de historia pese a haber  sido un  acontecimiento único. Quizás no sale porque los libros de  historia los  escriben los vencedores, y en el episodio de la guerra de  clases que se  llamó “guerra civil” ganó el bando del poder y del dinero.          
Corría la década de los treinta del  pasado siglo, y en las calles de los pueblos y ciudades la gente soñaba  con cambiar el mundo. La sociedad se regía por normas parecidas a las  actuales: unos pocos acumulaban riqueza mientras que la gran mayoría se  hacinaba rodeada de miseria. Había que trabajar mucho y muy duro para  salir adelante, y los que levantaban la voz en contra de las injustas  condiciones que habían sido impuestas a los trabajadores, eran  perseguidos, encarcelados o directamente asesinados. El gobierno, tras  el disfraz democrático que le otorgaba la Segunda República, ostentaba  el poder sacudiendo a la clase trabajadora mediante mandatos que  perjudicaban a las clases populares de la sociedad. Las decisiones eran  tomadas por una minoritaria clase política, que compinchada con la  burguesía, cortaban las alas de una sociedad que aspiraba a vivir en  libertad e igualdad.
Sin embargo, nuestros abuelos y bisabuelos no se conformaban con las  migajas de un pastel que se repartían unos pocos. Eran conscientes de la  fuerza de su número, y se organizaban. En la España de los años  treinta, las huelgas, las manifestaciones los sabotajes y la “gimnasia  revolucionaria” se respiraban en campos, fábricas y talleres. Los  trabajadores comprendían que eran ellos quienes cultivaban la tierra,  accionaban las máquinas o fabricaban los útiles necesarios para que la  economía funcionase. Sabían que ellos eran la pieza imprescindible, y  que si se unían, podrían dar la vuelta a la situación. Eran hijos del  trabajo y no renegaban de él, pero entendían que el trabajo había que  repartirlo. No aceptaban trabajar de sol a sol, pero tampoco aceptaban  que hubiera gente que comiera sin trabajar.
La clase obrera española se organizaba en sindicatos, en los que  encontraban la herramienta que les permitía enfrentarse a gobierno y  burguesía con garantías. El sindicato representaba la unión y la  organización del proletariado.  Pero además de eso los sindicatos se  convertían en las escuelas del pueblo, los obreros adquirían cultura y  eran capaces de vislumbrar una sociedad más libre y más justa, en la que  no hubiera patrones, gobiernos ni religiones que los sometieran.
En Mayo de 1936, la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) celebró  un congreso en Zaragoza, en el cual declaró que su finalidad era  realizar una revolución social que cambiase la sociedad. El objetivo era  abolir el gobierno y la propiedad privada e instaurar en su lugar un  régimen asambleario y federalista, en el que todo el mundo tuviese el  mismo derecho a decidir sobre su vida y tuviese garantizado el trabajo,  las necesidades básicas y poder disfrutar de una vida digna en plena  libertad. Al mismo tiempo, todo el mundo, para poder obtener las  ventajas de esta sociedad, debía contribuir con su trabajo. Se seguía la  consigna “de cada uno según su capacidad, a cada uno según sus  necesidades”, y lo llamaron el “Comunismo Libertario” o lo que es lo  mismo: la sociedad anarquista.
Hacia la primavera de 1936, los trabajadores españoles estaban  preparándose para hacer la revolución. Se acababa la era de la  explotación y de la ausencia de libertad: los sindicatos hervían, las  imprentas no paraban de sacar publicaciones obreras, proliferaban  centros de cultura obreros o “ateneos libertarios”… Pero no todo era  bonito y del color de rosa. El gobierno de la república había intentado  por todos los medios aplacar la rabia de los obreros. Había incluso  llegado a cometer crímenes imperdonables como los sucesos de Casas  Viejas (1933), en el que se masacró a un pueblo entero por negarse a  aceptar que la tierra perteneciera a unos pocos terratenientes en lugar  de a los campesinos que la trabajaban; o la represión contra la  Revolución de Asturias (1934), en la que el ejército republicano declaró  la guerra a los mineros y otros trabajadores asturianos que,  organizados en la CNT y la UGT, intentaron dar el paso hacia la libertad  y la justicia.
Una parte del ejército, viendo que la República era incapaz de  someter a los trabajadores y así parar la revolución, empezó a preparar  una sublevación fascista, con el objetivo de aniquilar las ilusiones y  los proyectos revolucionarios, y someter al pueblo a la moral degradante  impuesta por la Iglesia Católica. Es por ello que la clase obrera  revolucionaria, organizada mayoritariamente en el sindicato  anarcosindicalista CNT, comenzó a hacer acopio de armas y a preparar la  defensa de la libertad y la justicia social.
El 17 de julio de 1936, los fascistas se sublevaron en Marruecos. La  CNT dio la consigna revolucionaria. Aquello por lo que se había luchado,  los valores defendidos, las ideas y el amor a la libertad empiezan a  tomar cuerpo. Ese mismo día, en Barcelona, los obreros tomaron los  transportes y los principales edificios públicos. La Generalitat de  Cataluña intentó evitar que la chispa de la revolución prendiese en  Barcelona, pero la fuerza de los trabajadores organizados les  desbordaba. Los obreros del transporte se apoderan de las armas que  había en los barcos anclados en el puerto. El objetivo: frenar a los  fascistas y convertir a Barcelona en el foco desde el que se extendería  la Revolución Social.
El 18 de julio el avance de los fascistas era importante. La CNT y la  UGT proclamaron la huelga general. En el caso de la CNT se trataba de  la huelga general revolucionaria. En muchos lugares, la vuelta al  trabajo después de ese paro no iba a ser en un régimen capitalista, sino  en industrias, fábricas y tierras que pasarían a estar bajo control  obrero. Llegaba el momento esperado, tocaba a los trabajadores ser los  protagonistas.
Cuando la sublevación llegó a Barcelona, los militares se encuentran  con una clase obrera organizada sin dirigentes ni vanguardias. No tenían  enfrente a un ejército republicano, sino a trabajadores normales y  corrientes, con un armamento escaso, pero con la fuerza que les daba el  luchar por sus ideas y por su libertad. La clase obrera barcelonesa era  mayoritariamente anarquista, y el grado de conciencia de los  trabajadores era tal, que el ejército fascista no pudo hacer frente a  esos humildes obreros y su revolución. En menos de 24 horas, los  trabajadores, sin ayuda alguna de gobiernos ni instituciones, habían  barrido al fascismo de toda Cataluña. El control ahora no lo tenía ni el  ejército sublevado, ni la República ni la Generalitat. El control ahora  lo tenían los trabajadores, lo tenía la CNT.
A partir del 19 de julio, comenzó en España una Revolución Social que  por su magnitud y su contenido, se puede decir que es única en la  historia de la humanidad. El pueblo organizado, de manera completamente  independiente y autónoma, tomó las riendas de la economía y de la  política, aboliendo en numerosos lugares al Estado y al Capitalismo. Al  mismo tiempo, los trabajadores fueron capaces de formar milicias y parar  el avance del fascismo, con un armamento escaso y defectuoso, y  rechazando por propia elección el formar un ejército que les condenaría a  someterse de nuevo a una jerarquía. Ese pueblo en armas fue el que  venció al fascismo los primeros meses de lo que se llama “Guerra Civil”,  siempre siguiendo la consigna de que la revolución y la guerra eran  inseparables.
El verano de 1936 fue único en la historia. En Cataluña y Levante se  socializaban fábricas e industrias. Los obreros tomaban las decisiones  sin necesidad de patrones, y eran capaces de aumentar la productividad y  la eficiencia de una forma impresionante. Miles de personas adquirían  cultura en centros obreros y proliferaban las escuelas libertarias. En  Andalucía, algunos pueblos quemaban el dinero en la plaza entre vítores,  proclamando el comunismo libertario. En Aragón y Cataluña se  colectivizaron las tierras quedando abolidas las grandes propiedades y  pasando a ser de las colectividades de trabajadores. En estas  colectividades, los trabajadores se organizaban y tomaban las decisiones  por asambleas, eliminando cualquier signo de autoridad. Se hizo  realidad la utopía anarquista de que es posible vivir sin patrones ni  gobiernos.
George Orwell, en su libro “Homenaje a Catalunya” dice:
“Yo estaba integrando, más o menos por azar, la única comunidad  de Europa occidental donde la conciencia revolucionaria y el rechazo del  capitalismo eran más normales que su contrario. En Aragón se estaba  entre decenas de miles de personas de origen proletario en su mayoría,  todas ellas vivían y se trataban en términos de igualdad. En teoría, era  una igualdad perfecta, y en la práctica no estaba muy lejos de serlo.  En algunos aspectos, se experimentaba un pregusto de socialismo, por lo  cual entiendo que la actitud mental prevaleciente fuera de índole  socialista. Muchas de las motivaciones corrientes en la vida civilizada  —ostentación, afán de lucro, temor a los patrones, etcétera— simplemente  habían dejado de existir. La división de clases desapareció hasta un  punto que resulta casi inconcebible en la atmósfera mercantil de  Inglaterra; allí sólo estábamos los campesinos y nosotros, y nadie era  amo de nadie.”
Entre tanto, el fascismo iba recibiendo ayudas internacionales como  la de Italia, Alemania o Portugal. La revolución no recibía ayudas. Es  más, la propia República se negaba en un principio a facilitar armas a  los obreros, demostrando más temor hacia la propia revolución que hacia  los militares sublevados. Lo mismo pasaba con las potencias extranjeras  que supuestamente estaban del lado de la república. La clase obrera se  enfrentó sola al fascismo y le venció las primeras batallas, pero pronto  debió enfrentarse también con otros enemigos que amenazaban la marcha  de la revolución.
La contrarrevolución del partido comunista, las trabas impuestas por  la República y la infiltración del autoritarismo en los órganos de la  CNT y la FAI comenzaron a dinamitar la obra constructiva de la  revolución. Los comunistas, desde la retaguardia, fueron sometiendo la  revolución a la disciplina del partido, lo cual no era comprendido por  los trabajadores. Ante esta situación, decidieron imponer su disciplina  autoritaria por medio de la fuerza, disolviendo colectividades y tomando  posiciones en el gobierno de la República gracias a la influencia de  Stalin. Especialmente representativa es la figura del comandante Líster,  del Partido Comunista, el cual fue responsable de la muerte de  numerosos trabajadores que se negaron a aceptar las imposiciones y  defendieron la revolución. Todo ello, mientras los milicianos  anarquistas luchaban contra los fascistas en el frente, sin conocer que  detrás de ellos la revolución estaba siendo traicionada.
Incluso dentro de las organizaciones obreras, el autoritarismo hizo  acto de presencia. Evidentemente, la fuerza de los trabajadores era tan  grande que los oportunistas y los políticos intentaban sacar partido  incluso de la propia revolución. Esto sin duda propició que la CNT y la  FAI cayeran en errores y contradicciones históricos, como fueron a  entrada en el gobierno de la República o la militarización de las  milicias. Sin embargo, ni todas las milicias pasaron por el aro, ni  todos los trabajadores aceptaban las imposiciones de las cúpulas. La  mayoría permanecían fieles a la revolución. Pese a ello, el daño estaba  hecho.
Muchos fueron los factores que determinaron la derrota de la  Revolución Social de 1936. Sin embargo, el tiempo que duró, demostró ser  un ejemplo de que existe la posibilidad de vivir en una sociedad libre e  igualitaria, sin Estado ni capitalismo, en la que los individuos se  desarrollen libremente y sin coacciones.
Abel Paz, conocido militante de la CNT que participó en la  Revolución, decía que los trabajadores sabían que la Revolución estaba  condenada a fracasar. Su función sería, pues, la de servir de ejemplo a  las generaciones futuras de que la anarquía no es imposible, sino que es  necesaria. Lo más importante no es recordar con añoranza el tiempo en  que los trabajadores mantenían la cabeza alta y escupían sobre los  privilegios de los capitalistas, las riquezas de las Iglesias ardían en  las plazas de los barrios y pueblos entre vítores y los campesinos  trabajaban gustosos sabiendo que daban de comer a trabajadores y no a  parásitos. Lo importante es que gracias a estas personas nosotros  podemos aprender a hacer una revolución que no esté condenada al  fracaso, pues ellos nos han allanado el camino.
La Revolución Española no sale en los libros de historia pese a haber  sido un acontecimiento único. Quizás no sale porque los libros de  historia los escriben los vencedores, y en el episodio de la guerra de  clases que se llamó “guerra civil” ganó el bando del poder y del dinero.  Durante 40 años ese bando nos gobernó a base de violencia, humillación y  silencio. Y hoy, tras más de 30 años de democracia, los enemigos de la  revolución nos siguen gobernando. Se mantiene el silencio y el olvido  porque la Revolución Española asusta, ya que puso contra las cuerdas al  fascismo y a la república, y hubiese hecho lo mismo con cualquier forma  de gobierno y autoridad.
75 años después debemos elegir: o seguimos humillados y degradados en  nuestra vida y nuestros trabajos, o plantamos cara y les demostramos  que, hoy como ayer, seguimos puño en alto.
Coordinadora Anarquista del Noroeste