La felicidad tiene un semblante muy distinto al de los rostros hoscos y herméticos que solemos ver a nuestro alrededor. No menos significativas son en este contexto la dureza y agresividad de las relaciones intersubjetivas y sociales, un fenómeno que entretanto ha penetrado ya en los centros de enseñanza y aun en el recinto familiar. Ello no puede sorprender; si algo nos han enseñado los clásicos es que una felicidad digna de este nombre es inseparable de un proyecto superior de vida, lo que a su vez presupone la elección del bien como norma de conducta. Pero eso es precisamente lo que cada vez se pierde más: la conciencia moral. Pues bien: donde esto acontece, el hombre está condenado a vivir en estado más o menos permanente de desasosiego, insatisfacción y miedo, reflejo de subjetivo o interior de la enemistad que reina en el ámbito objetivo o externo, enemistad que el sistema sublima con el nombre de competencia. Su hegemonía es entretanto tan absoluta que se ha convertido en lo que Walter Benjamin llamaba “estado de emergencia”,término al que yo asocio la impotencia para superar este estado de las cosas. Admitir esta aporía o callejón sin salida no es naturalmente ni fácil ni cómodo; de ahí que quien más quien menos recurra a lo que Freud llamaba“Verdrängung”, acto consistente en ahuyentar de nuestra mente todo lo desagradable e ingrato con el objeto de tranquilizar nuestra conciencia y seguir gozando de la vida. Pero mucha antes que el médico vienés nuestro Jaime Balmes señalaba ya en “El criterio” la tendencia del hombre a huir de sí mismo: “Desgraciadamente, de nada huimos tanto como de nosotros mismos”. Mas este tipo de maniobras psicológicas no conducen a ninguna parte y no hacen más que prolongar los males que arrastramos. No es huyendo de la realidad que lograremos cambiarla, sino mirándola cara a cara y enfrentándose a ella, lo que no significa otra cosa que negarse a ser víctima y elegir la opción de la autodeterminación. El modelo de vida creado por el sistema no es la plenitud, sino la nada. No comprender ni luchar contra esta triste realidad es negarse a sí mismo y aceptar de buen o mal grado el papel de “esclavos sublimados” que el sistema nos ha reservado, como hace varias décadas señalaba Herbert Marcuse en su “Hombre unidimensional”.“Si algo nos han enseñado los clásicos es que una felicidad digna de este nombre es inseparable de un proyecto superior de vida, lo que a su vez presupone la elección del bien como norma de conducta”
Artículo de Heleno Saña publicado en la sección "Humanamente hablando" de la revista "La Clave".